lunes, 6 de junio de 2011

De Valpore

Phillip tomó unos discos y salimos. El chofer nos abrió la puerta. Le pasó un disco de Flema y la dio las indicaciones para que seguir subiendo hasta Valpore, el cerro final de Valparaíso. Allí vivía su dealer de confianza. El chofer estaba inquieto por los ojos que se le clavaban desde las veredas, por las formas que cruzaban la calle sin avisar y se detenían frente al auto sin dejarlo pasar. Nos bajamos. El chofer abrió su puerta y aparecieron los mostros que Rastelli saludaba. Se apiñaron sobre la limusina. El chofer trataba de espantarlos. Pidió ayuda mientras retrocedía al auto e intentaba hacerlo partir, pero las bocas llenas de deseo, hinchadas de pasta base, lo rodeaban lentamente, se agolpaban sobre el capó, sacaban las llantas. El chofer gritó. No podía huir. Lo perdí de vista cuando entré con Phillip a la casa del dealer, molesto por el escándalo de afuera, pero tranquilizado en la paranoia de hacerse el duro, de temer siempre la emboscada mexicana de los mostros angustiados. Phillip sacó 40 lucas más para lo que quedaba de carrete y llamamos al radiotaxi de confianza del dealer para volver al Puerto. Por la ventana vi la coraza de una limusina desvalijada y un esqueleto con restos de carne y jirones de ropa apoyado sobre el manubrio. Escuché los disparos del radiotaxi que se abría paso y se estacionaba frente a la puerta. Los ojos de los buitres callejeros nos seguían mientras nos subíamos al auto. El chofer del radiotaxi también venía jalado, como piedra, bajando a una velocidad suicida por las curvas. Phillip se molestó porque se le cayó una punta de merca y cuando reclamó, el chofer se dio media vuelta y sacó su pistola. No soy un gil de limusina, le dijo. El taxista en ese estado era perfecto para conducir un coche bomba directo al Congreso, a los marinos o a la estatua de Arturo Prat.

Nos bajamos fuera de la botillería clandestina y compramos unas botellas de vino. Una enanita con la ropa vomitada apareció junto a unos muchachos en bicicleta. La pequeña miró la bici y le dijo a la chica que iba arriba que se veía muy bonita. Ellos la invitaron a subir. Phillip se detuvo a mirarlos, recordó sus ensayos. Esto sí es la multiculturalidad de Valparaíso, dijo. La enanita no quería subir, temía caerse de la bici. No te va a suceder nada, intervino Phillip y les ofreció 50 lucas por la bicicleta a los chicos. Subió a la enanita a la fuerza y se alejaron pedaleando de mí. Los vi caer antes de llegar a la esquina. Chaquetas de aviador verdes y negras, cabezas rapadas nazis le cayeron a patadas a Phillip. La enanita quedó tirada, los pelados le siguieron dando a mi amigo por degenerado. Vi la cabeza sangrante de Phillip en el suelo. Tomé a la enanita como si fuese una pelota de rugby y salí corriendo, esquivando las patadas de los pelados, más interesados en masacrar a Phillip que en atraparnos. Ya seguros, la enanita lloraba desconsolada por sucaída. Un tipo con abrigo largo se acercó a ella por detrás y le sacó un pelo. Iba a seguir avanzando a pasos largos, pero lo atajé.

-¿Qué estás haciendo?

-¿Crees que todo esto es casualidad?

Pensé en la cocaína, en la madre, en el Pulpo, en Phillip y su familia, en la enanita, en los nazis y en las piernas en la bici, y no comprendí.

-Sabía que nadie entendería -continuó-, ¿por qué crees que hay tantos mostros en Valparaíso? Yo los

he clonado cíclicamente, con este pelo puedo construir un puñado de ellos, suficientes para azotar el

Puerto, pero los dosifico para que no quede la cagá.

Recordé al Pulpo y todo pareció más claro y nebuloso a la vez. El tipo, detenido, esperaba la lucha dialógica, vestido con un abrigo y nada abajo; alguna vez lo había visto en La Facultad. Preferí irme de ahí, tratar de olvidar; me eché pope en la manga una vez más y todo se volvió borroso, las luces que brillaban sobre las sombras quedaron apresadas sobre un muro. La calle estaba llena de mostros que levantaban los brazos en las paredes, forzados por la policía. Me pregunté si los esposados serían pelos de otros tiempos, pelos posmodernos con sus aspectos ágiles a lo Nueva York; a las orillas de las veredas me parecían el mar abierto por Moisés, como si me deslizara quieto en una pista metálica de supermercado y al lado estuvieran las vitrinas del gran mall zoológico del Puerto. Avancé sin moverme, escuchando apenas balbuceos. La ciudad entera, los cerros, el mar, los pacos, las casas, las calles, caían alrededor mío, y yo era el único de pie. Alguien me metió la mano al bolsillo. Abrí los ojos. Era el Pulpo, que me reconoció y me levantó.

-Tengo merca -me dijo-, y pope.

-Tengo luca.

-Estamos -respondió y me llevó donde una punk con las piernas ensangrentadas: le había llegado la regla y estaba llorando porque no tenía clientes en el Punk Rock City, el lupanar en el que trabajaba. Sólo la dejaban entrar si llegaba con alguien, así que la acompañamos. Recordé la vez en que la madre nos dijo al Pulpo y a mí que ya no le llegaba la regla, los días que pasamos encerrados sin comer, en pegamento, pope, pasta y paraguayos, expulsando el humo en otra boca, en otros labios hinchados de pasta base. El Pulpo le dio merca a la punk y a mí; tomé energías para acompañarlos, apenas las suficientes para llegar hasta un bar de viejos. Nos sentamos en la barra; los viejos veían a la chica punk con hambre; se le acercaron y le clavaron los ojos pensando que era vino de caña de quinientos lo que se derramaba de su vagina, aquellas manchas ámbar en sus piernas. El Pulpo y yo seguimos solos al Punk Rock City, donde una pésima tocata eterna suena en el primer piso, lleno de punks. El ambiente era de caos y calor. Sombras negras y pantalones ajustados nos pasaban por delante, esperando que apareciera alguna banda decente que vomitara canciones llenas de vino barato y rencor. Si osábamos sacar un cigarrillo allí, doscientas manos nos lo pedirían como si fuéramos dos gringos sacando un dólar en medio de una población. Para poder fumar, bajamos al sector en que cobraban entrada, el piso del prostíbulo.

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